JUSTO VAMOS A HABLAR DE AMOR. Hay tantas clases de amor que no sabemos a cuál de ellas hacer referencia para definirlo. Se llama falsamente amor al capricho de algunos días, a una relación ligera, a un sentimiento al que no acompaña el aprecio, a una costumbre fría, a una fantasía novelesca, a un gusto al que sigue un rápido disgusto; en una palabra, se da ese nombre a una amistad de quimeras.
Escuchamos la palabra amor y pensamos, invariablemente, en una pareja o en el amor romántico; todos parecemos estar familiarizados con este concepto, sin embargo, es más complicado definir el amor como idea o incluso como sentimiento. El amor no ha sido siempre el mismo: las costumbres, la cultura, el tiempo, lo han matizado y han hecho que varíe de rostro. ¿De dónde viene nuestra idea moderna del amor como una pasión trágica? ¿Por qué todas las canciones “románticas” son tremendistas?
No obstante, el amor ha sido y es objeto de estudio no solo del psicoanálisis, sino de múltiples teorías y modelos del conocimiento que intentan dar una explicación del por qué “nos enamoramos”, porque “nos gusta tal o cual persona” e incluso de ciertos caracteres patológicos y “anormales” de la vida amorosa. Cada teoría ofrece a su modo una respuesta a estos interrogantes, proponiendo ciertos elementos que le son propios. Así, por ejemplo, la Biología intenta explicarlo desde una base psicofisica o fisiológica, argumentando que el amor es “producto” de la acción de determinas hormonas sobre el Sistema Nervioso; el Condicionamiento lo explica como un emergente de una compleja asociación de estímulos y respuestas, etc.
Nuestra mentalidad ofrece desde su perspectiva ciertos determinantes que contribuyen, en este caso a la génesis del amor o del “estar enamorado”,
Imaginen, por otro lado, el amor puede ser fruto de un duro trabajo, esfuerzo y pericia, por construir y desarrollar un objetivo, sintiendo verdadera plenitud y felicidad al ver conseguido lo que se ha anhelado y trabajado durante tanto tiempo. Este tipo de amor es el que siente un padre hacia un hijo cuando lo ve ya crecido y capaz de afrontar la vida con plena madurez, imitando al padre en aquellas cosas que le ha transmitido por sabiduría práctica.
Finitamente, en este caso, el amor se dirige hacia los principios que han fundamentado el trabajo y han guiado el esfuerzo, es la corroboración de que las creencias por las cuales uno ha luchado, han tenido su recompensa: Lo esperado se ha obtenido.
Existen polarizaciones extremas de la mente manifestando un amor desmedido sin pensar en los límites de uno mismo, pudiendo incluso llegar a poner en peligro su propia existencia o incluso la de la otra persona por estar experimentando un estado polarizado de obsesión. En este caso, el que ama, desea y anhela el bien y la felicidad del ser amado, lo hace por encima de todas las cosas. El dar sin recibir a cambio, el sacrificar y anteponer las necesidades del ser amado por encima de las de uno mismo, sin que uno lo considere como sacrificio sino como oportunidad para prodigar el sentimiento; suele ser considerado una antesala al desequilibrio emocional, pues la persona objeto de nuestra obsesión no tiene porque responder tal como habíamos premeditado su respuesta, no agradecer nuestro esfuerzo y exigirnos aun más.
Resumiendo todo lo anterior, los dejo con una historia de amor: Mira, el cabrón de mi muchacho tiene una letra bien bonita. De ésa de la que le dicen la manuscrita. De la que enseñaban esos maestros buenos, de los de antes, los que hasta nos hacían aprender aguantando la vara. Le he dicho a m'ijo que si no quiere contarnos qué fue lo que le pasó, pues que nos los escriba. Pero así se la pasa, nomás callado. La mujer y yo pues, ya estamos viejos y antes de irnos queremos saber la verdad. Pero nada, ni lo dice ni lo escribe. Lentamente la mujer le extendió la mano. Él aceptó la invitación y sintió esa extremidad calientita, suave como ninguna otra que hubiera tocado antes. Emiliano la miró a los ojos y se quedó sin palabras. Se dejó llevar. Dejó un vacío en la sombra del árbol y se echaron a caminar juntos rumbo al arroyo cercano. Emiliano súbitamente perdió la noción de todo lo que le rodeaba. Sentía que navegaba en el aire caliente del vallecito y se sintió atrapado en una turbulencia de emociones que se le anudaban en el pecho, bajándole hasta el estómago en donde se le convertían en todo un revoltijo. Bajaron por una vereda rodeada de huizaches y uñas de gato hasta adentrarse en el corazón de uno de tantos carrizales que abundaban en el área. Ahí, debajo de los gigantescos carrizos y sobre el bagazo, Emiliano se dejó tender boca arriba. No opuso resistencia. Al fin y al cabo, su sueño, como el de cualquier muchacho de su edad, se haría realidad. Por fin le había llegado, como caído del cielo, su turno para despotricarse en esos caminos embarrados de deseo. Ella lo besó lentamente desde la frente, a las mejillas, al cuello, detrás de los oídos, los brazos y hasta la punta de los dedos de los pies. Emiliano con los ojos entreabiertos observaba la escasa luz colándose entre las varas de carrizo entretejidas a lo alto. Suspiraba, jadeaba y se prometía que si estaba dormido y soñando uno de esos tantos sueños que dan a esa edad, no se despertaría antes de tiempo. Esta vez quería aguantarse. Sin embargo no era así esta vez. No soñaba. Estaba vivo. Sus ropas se despegaron de su cuerpo hasta quedar desnudo haciendo caso omiso a las arañadas que le daba la hojarasca de carrizo sobre los que se encontraba tendido. Ya no era de este mundo. La mujer le cubrió el cuerpo entero con su saliva. Lo besó y acarició de extremo a extremo. Entró a los rincones de ese cuerpo joven. Lo descubrió a su antojo. Lo hizo estremecerse, lo embadurnó con su sudor y le pasó ese tufo de hembra en celo. Y cuando ella sintió que era el tiempo, su tiempo, se penetró. Y se movió lentamente al ritmo del ruido que hacían las ramas de los sauces y el carrizal mecidas por el vientecillo del medio día. Después rápido y de pronto de forma lenta, se movía. Lentamente. A su propio antojo. Manejando su propio lapso hasta que sintió como dentro de ella el alma de Emiliano se reventaba, caliente, a chorros. Joven. Emiliano lloraba de felicidad, se estremecía sin poder decir palabra. El calor era sofocante, Emiliano se refugió debajo de un frondoso cazaguate. Mientras sus chivos pastaban tranquilamente, decidió refrescarse un poco antes de arrearlos hacia el arroyo para que bebieran agua. El campo estaba en completo silencio. Era casi el medio día, y por alguna razón, las cigarras que eran las más ruidosas en esos días, habían enmudecido. El bochorno hizo que el muchacho empezara a perderse en el sopor que provocan esos momentos cuando el cuerpo coquetea con la idea de morirse.
Cada que se iba al campo, su mamá le hacía el encargo de que no se durmiera. “Más que nada al medio día, acuérdate a lo que te arriesgas”. Sin embargo, el tedio de esa mañana lo cansó, el bochorno lo ahogó, y olvidó completamente las advertencias que su madre y las madres de ese pueblo oaxaqueño les daban a los adolescentes. De repente, entre cabeceos y bostezos Emiliano fue abrazado por la magia de la diosa del dormir. Lo acurrucó haciendo que lentamente se fuera olvidando del mundo. En una de esas, entreabrió los ojos y enfrente de él se dibujó una silueta, delineada como a navaja de alebrijero. Emiliano se despabiló para asegurarse de que no estaba teniendo esos sueños de adolescente en los cuales se le aparecían cuerpos hermosos que el ansiaba acariciar, alcanzar y poseer, quedándose casi siempre a medias porque un temblor de todo el cuerpo lo despertaba antes de conseguirlo, bañado en sudor y con el alma escurriéndosele entre las piernas. Se dio cuenta que no era un espejismo. Aceptó la mano que la mujer le extendía. Después de poseerlo, la mujer se puso de pie quedando a contra luz frente a los ojos de Emiliano. Le extendió la mano. Al tomarla, esta vez Emiliano sintió lo contrario a lo anterior. Era una mano fría. Y el escalofrío se le pasó a todo el cuerpo. La mujer lo soltó. Se alejó. Al darle la espalda y marcharse lentamente, las chicharras enloquecieron, los chogones volaron desesperados y Emiliano claramente vio que uno de los pies de esa hermosa hembra era en la forma de la garra de un guajolote. ¡La Matlatlxíuatl!, quiso gritar. Sin embargo se le empelotaron los sonidos de terror en la garganta y de ese día en adelante, jamás volvió a decir palabra. Emiliano lleva más de treinta años vagando al medio día por las calles del pueblo. Trae una sonrisita placentera que le alegra el rostro. Los lugareños dicen que anda en busca de su amor perdido.
Cada que se iba al campo, su mamá le hacía el encargo de que no se durmiera. “Más que nada al medio día, acuérdate a lo que te arriesgas”. Sin embargo, el tedio de esa mañana lo cansó, el bochorno lo ahogó, y olvidó completamente las advertencias que su madre y las madres de ese pueblo oaxaqueño les daban a los adolescentes. De repente, entre cabeceos y bostezos Emiliano fue abrazado por la magia de la diosa del dormir. Lo acurrucó haciendo que lentamente se fuera olvidando del mundo. En una de esas, entreabrió los ojos y enfrente de él se dibujó una silueta, delineada como a navaja de alebrijero. Emiliano se despabiló para asegurarse de que no estaba teniendo esos sueños de adolescente en los cuales se le aparecían cuerpos hermosos que el ansiaba acariciar, alcanzar y poseer, quedándose casi siempre a medias porque un temblor de todo el cuerpo lo despertaba antes de conseguirlo, bañado en sudor y con el alma escurriéndosele entre las piernas. Se dio cuenta que no era un espejismo. Aceptó la mano que la mujer le extendía. Después de poseerlo, la mujer se puso de pie quedando a contra luz frente a los ojos de Emiliano. Le extendió la mano. Al tomarla, esta vez Emiliano sintió lo contrario a lo anterior. Era una mano fría. Y el escalofrío se le pasó a todo el cuerpo. La mujer lo soltó. Se alejó. Al darle la espalda y marcharse lentamente, las chicharras enloquecieron, los chogones volaron desesperados y Emiliano claramente vio que uno de los pies de esa hermosa hembra era en la forma de la garra de un guajolote. ¡La Matlatlxíuatl!, quiso gritar. Sin embargo se le empelotaron los sonidos de terror en la garganta y de ese día en adelante, jamás volvió a decir palabra. Emiliano lleva más de treinta años vagando al medio día por las calles del pueblo. Trae una sonrisita placentera que le alegra el rostro. Los lugareños dicen que anda en busca de su amor perdido.